Canelo

Un fuerte y extraño soplido los alertó. La candela de inmediato se apagó y desató reclamos entre los dos hombres que compartían la tenue luz para permitirse una lectura. Él leía una novela de Saramago, el otro entretenía su vela con una tira cómica de Mafalda. Estaban el interior de un bus y habían improvisado unas camas a la espera de unos jornaleros que habían contratado sus servicios para llevarlos a una larga faena cerca de la frontera con México. En medio del sofocante calor de la costa sur, Renato y Jorge, piloto y ayudante, aparcaron en medio de un extenso y árido campo de fútbol. Ese sería el punto de reunión. Jorge volvió a encender la vela.

La noche los abrazaba con su oscuridad. No se atrevieron a preguntarse qué pasó. Ninguna ventana estaba abierta. El calor los cocinaba por dentro, pero lo preferían a que algún bicho o animal ingresara sin ser invitado, sobre todo por la colección de huesos de pollo de Jorge, quien siempre cargaba una bolsa con los desechos de sus innumerables almuerzos de pollo frito. Jorge es gordo, de mediana estatura y con una extraña afición para conquistar el “amor” de cualquier perro callejero. Siempre se inclina cuando ve alguno y de su bolsa saca un par de huesos. Renato siempre le cuestionó esa desagradable práctica de guardar comida grasosa en su pantalón, pues, le decía que un buen día una jauría de perros se cansaría de tener que rogarle por comida y se la arrebatarían a mordidas. Jorge siempre se reía del mismo chiste y reprimenda de su compañero.

A pesar de llevar varios años viajando juntos, se conocen muy poco. Renato desconoce que su amigo de aventuras tiene dos hijos y con los trabajos que le salen paga los estudios de estos. No vive con su mujer, pues ella lo dejó por otro que sí tiene dinero, pero de la educación de los patojos se encarga él, porque es su responsabilidad. Por otro lado, Jorge no desconoce mucho de la vida de Renato, quien tiene la fama de andar merodeando las faldas de cualquier mujer que vea vulnerable y débil. Va, principalmente en busca de aquellas que son forzadas a trabajar, a ellas a las que nadie escucha. Se acerca a las tortillerías y tiendas en donde comienza con su labia de Don Quijote, a hablar de gigantes, grandes batallas y dulcineas. Renato es flaco y alto. Tiene esposa e hijos, pero esto no le impide que cada vez que salga se encuentre con una joven mujer que le espera desde hace años. Nunca viaja en familia, él dice que el viaje es solo para el trabajo y con ello ha logrado mantener sus dos vidas separadas. Con su bus ha logrado conocer casi todo el país, tener trabajo con decenas de finqueros en la costa sur y enamorar a docenas de jovencitas que se sienten atraídas por un señor cuarentón que presume de riquezas y propiedades. Una de esas hermosas damiselas es Adriana. Renato está tratando de no quedarse dormido porque espera que la joven aparezca. Le llamó antes de salir, que iba para su tierra y que esperaba un poco de calor para dormir tranquilo. La joven sintió el cosquilleo en el estómago y le pidió indicaciones para llegar.

Siempre llevaba un libro, decía que a las mujeres les gusta que un hombre sea sabio y culto, o que aparente serlo. Le gustaban mucho las novelas sencillas y casi siempre andaba con un libro que no leía y que decía haber leído. Las mujeres que frecuentaba, muchas veces no sabían ni escribir, pero Adriana era educada. Si no fuera porque estaba casado, se quedaba a vivir en ese lugar solo para estar con ella. Cada vez que llevaba un libro, por fuerza debía leerlo, porque ella le pedía que se lo contara y luego, después del sexo, ella se llevaba la novela para saber si su amante tenía razón.

En esa ocasión, más allá de lo que pensaba de fingir intelecto, Renato se sintió fascinado por la lectura y por el libro que llegó a sus manos por pura casualidad. Hablaba sobre la muerte y de cómo esta deambulaba entre la humanidad. Jorge, por su lado, no sabía qué hacer cada vez que su compañero compraba libros, porque no tenía idea de qué leer. Un día se topó con un librito de la popular tira cómica y se fascinó tanto con Mafalda que hasta se sabía algunas tiras de memoria.

Salieron a fumar. Renato esperaba con impaciencia a su amada. Jorge estaba preocupado porque el “Canelo” no había llegado. Le dejó una bolsa con huesos cerca del bus. Su compañero se burlaba, quizá ya lo habían hecho taco. A Jorge no le gustó la broma, pues era especial. Lo encontró justo cuando su mujer le había avisado que ya no la encontraría en casa. Se fue y se bebió casi todo su sueldo en una cantina. Perdió el conocimiento y se encontró en la calle junto con ese perrito que esperaba con paciencia a que despertara. Jorge se despertó con un terrible dolor de cabeza, sin zapatos y sin pantalón. El perro le dio calor y por ello no murió de hipotermia en aquel extraño invierno que azotó la región costera. Caminó y el perro lo guió. Lo llevó hasta un albergue donde le dieron refugio. Pensó que era un Cadejo, pero no, el perro se quedó y lo adoptó como “Canelo”, por su color café. En ese entonces era un cachorro. Al partir, juró volver para cuidarlo y llevárselo. Cuando regresó, varios años después, el perro lo reconoció y fue a su búsqueda. Le llevaba todos los huesos de la comida que había degustado en el camino y el perro, feliz, comió el manjar. Desde entonces, Jorge tiene la afición de guardarle huesos a los perros de cada lugar, pues considera que son mejores para ayudar que cualquier persona. “Un perro jamás te juzga”, decía siempre y luego hablaba de su esposa. Finalmente, los dos hombres se quedaron burlados y decidieron dormir, los jornaleros llegarían a las tres de la mañana y eran puntuales.

Mientras se acomodaban, una tenue lluvia caía. Los arrulló. Luego, esa llovizna subió de intensidad y se volvió en una tormenta eléctrica que despertó a Renato. Un rayo iluminó el interior del bus y este vio la hora en su reloj de pulsera que colgaba frente a él. Faltaban unas horas para que los jornaleros llegaran y solo podía pensar que estaría cansado durante el viaje y en Adriana que no había llegado. Su obsesión lo mantenía despierto. La lluvia cesó abruptamente y un silencio lúgubre se apoderó del lugar. Renato se sentó ante la extraña sensación que daba aquella falta de sonidos. De pronto, observó la silueta de una mujer que pasaba frente al bus. Tocó dos veces la puerta. Esta Adriana, pensó. Ya es muy tarde, no dará tiempo de nada. En su cabeza ya maquinaba las palabras para decirle que se fuera a dormir, que ya era muy tarde y debía descansar. Abrió la puerta corrediza y una densa oscuridad le envolvió. Parpadeó varias veces para asegurarse que sus ojos no estaban cerrados. Sintió una brisa fría bajo sus pies. Luego, un fuerte viento le sopló en el rostro y se metió dentro de su boca. Frente a él, la silueta negra de una mujer de cabello largo parecía mover sus brazos como dirigiendo al viento que se colaba en su pecho, se abría paso por su estómago provocándole náuseas y movimientos en su cuerpo que él no podía controlar. El aire le faltaba, la vida en sus ojos se extinguía; la mujer abrió los ojos y eran dos bombillos de un azul brillante que le encandilaban el alma. Avanzaba hacia él y en un intento por zafarse cayó de espaldas golpeándose la cabeza y sintió como su lengua comenzó a dormirse. Se incorporó y en un último aliento de fuerza cerró la puerta con violencia y de inmediato se desplomó perdiendo el conocimiento.

Poco después despertó y abrió la puerta rápidamente. La oscuridad ya no era densa y se veía todo perfectamente. Observó su reloj y se percató que los jornaleros llegarían en cualquier momento. Tomó unas hojas de papel periódico y se disponía a buscar un baño. Cuando estuvo a medio campo, se sintió inseguro y recordó el mal momento que le hizo pasar esa extraña mujer de pelo largo. Así que decidió volver sobre sus pasos e improvisó un sanitario en la parte trasera del bus. Se bajó el pantalón y en ese momento, mientras vigilaba el paisaje, vio que algo se movía a la distancia entre unos arbustos. Su corazón comenzó a latir con más fuerza y se quedó petrificado al sentir la presencia de algo en su espalda. Tuvo tanto miedo que no se atrevió a voltear, pronto sintió que algo viscoso y tibio le acariciaba una pierna. Saltó y trató de gritar. Los pantalones se le trabaron entre las piernas y cayó de bruces. Sentía que la respiración le faltaba, su vista se nublaba y su lengua lentamente se entumecía.

Jorge se despertaba cuando escuchó el sobresalto y un fuerte golpe en el suelo, gruñidos y gemidos como de dolor. Salió del bus y escuchó el jadeo de Renato quien estaba con la mirada perdida y parecía morirse. No respondía y cuando al fin volvió en sí, el piloto apuntaba con su dedo debajo del carro. Al voltear, Jorge sonrió… Era el “Canelo”. – ¿Qué te hizo el chucho, vos?- preguntó y Renato, humillado y confundido, se levantó el pantalón, gritó, insultó y pateó al pobre perro – Ya, vámonos-.

Fuente: deliriopuntocom