El Cheque

Tomó impulso y se lanzó desde la terraza de su lujosa casa. Era una de las residencias más vistosas de esa colonia, ubicada al final de una larga cuadra y el hogar de una pudiente familia caída en desgracia. Doña Laura vio los inconfundibles rojo y azul de las patrullas frente a su casa. Subió las escaleras, trató de ocultar la evidencia en su cuarto, pero se dio cuenta que era demasiado tarde, no había nada que esconder, las pruebas de su culpabilidad eran tan claras. Maynor ya estaba arrestado, así que muy poco le faltaba a la policía y dar con ella, la cómplice del desfalco. Pensó por un momento qué decirle a las autoridades, repasó en su mente el discurso ante el juez, pero ni ella creía lo que diría ¿qué ganaría? De igual forma, solo tendría valor lo que diría en el juicio, pero tendría que ir a prisión hasta entonces, pues ya no tenía dinero y pagar fianza no estaba entre sus prioridades. Maynor se lo quedó todo. Él era el maestro, quien había orquestado el plan y así sacar tanto dinero posible de ese banco sin que nadie lo advirtiera. Decía que había encontrado un método que permitía extraer dinero. Sacaba fajos de diez mil, uno cada día. En un mes sacó doscientos treinta mil y abrió una cuenta en otro banco a nombre del esposo fallecido de Doña Laura. Luego, ella iba a otro banco más pequeño, firmaba cheques y el dinero salía limpio. Respiró profundo y se lanzó. El golpe fue seco, tal cual un trozo de piedra que golpea el adoquín. Los más valientes se animaron y la tocaban sin conseguir reacción. La vida se apagó en la mirada de Doña Laura, quien se había vuelto popular en la pequeña agencia bancaria donde cambiaba sus cheques. Los cajeros la conocían, Doña Laura era amiga del jefe y llevaba obsequios a los empleados y así, pensaba ella, no despertaba sospechas. Era solo una cliente habitual y amable que siempre recibía buen trato hasta que llegó el nuevo.

Eran los primeros días de un cajero agradable, joven y muy veloz, pero con tendencia a equivocarse cada dos minutos. Su jefe resolvía sus metidas de pata. Nunca cometía el mismo error dos veces, pero siempre encontraba uno nuevo, cada vez más impensable. Pasaron los meses y el cajero que ya no era tan nuevo seguía equivocándose. Un día no leyó un correo que su compañero le compartió. En el documento le indicaba que una mujer llegaría a pagar una tarjeta de crédito acompañada de su esposo. Él siempre hacía el pago mínimo y la cantidad era la misma siempre: 333.33. La instrucción señalaba que había un “truco” que le permitiría pagar ese monto sin problemas. Pero, el joven no leyó nada y al realizar el pago, acordado por el hombre, las alertas saltaron: tenía cerca de seis meses sin pagar. Aunque siempre pagaba el mínimo, tenía cuotas pendientes de gastos excesivos. El despistado cajero le informó que el pago debía ser mayor, en ese momento, la mirada del hombre se desorientó, sacó todo su dinero, pagó y pidió el detalle. Descubrió con asombro, frente a los empleados de la agencia, que su mujer pagaba con sus tarjetas las aventuras en hoteles de lujo. El pleito por poco se sale de control. El otro cajero sudaba terriblemente, pues, el joven se enteraría después, que su compañero, quien le envió el correo, era uno de esos amantes que la bella esposa tenía repartidos en varios puntos del pueblo. El joven no entendía qué pasaba hasta que leyó y muy tarde comprendió. Pero ya estaba propenso a seguir equivocándose; luego apareció un viejo a pagar su recibo de la luz y volvió a ver la misma cifra: 333.33, pero colocó dos números de más: 33333.33; notificó a su jefe del error y este lo resolvió y le pidió que hiciera otra transacción por el mismo monto; pero, el joven temeroso hizo otra por la cantidad que debía ser y no por la que finalmente ejecutó. Al no tener conexión directa con la empresa de electricidad, en el banco se utilizaba una cuenta llamada “La 77”, ya que estaba integrada por muchos sietes al infinito. Esa cuenta permitía el ingreso del dinero; al día siguiente se hacía un desembolso y se enviaba un mensajero que pagaba los recibos en la agencia de la empresa. Según el joven, el error estaba subsanado. En ese momento, Doña Laura ingresó agitada, parecía estar huyendo de alguien. sudaba profusamente y despedía un aroma fétido. El joven, preocupado por sus dos errores, sintió un enorme temor al ver que ella le pidió cambiar un cheque por treinta mil. Era una transacción inusual y enorme, pero era una cliente frecuente y procurando no tener más frente a sí la peste de la mujer, optó por apresurar la transacción. Sin demora le entregó los tres fajos de dinero.

El joven cajero sabía que lo peor estaba por venir, pues el cierre era el momento en que los errores y aciertos se reflejaban con los faltantes y sobrantes. Al este siempre le faltaba dinero y muchas veces tuvo que pagar de su bolsa sus propios errores, pero en esta ocasión, fue diferente: le sobraban más de sesenta mil. Un sudor frío recorrió su espalda; pensaba en que ya no le tendrían tanta paciencia y que podría ser su último día en su primer trabajo, pero no. Su jefe se burlaba y se reía, sabía que los errores tenían solución, así que comenzaron a recrear todos sus errores. Llegaron al recibo de la luz y encontraron los treinta mil y centavos, pero faltaba hallar el origen de los siguientes treinta mil, pero no encontraron nada. Todo parecía correcto. ¿En realidad le sobraba? El cheque de Doña Laura, por esa cantidad, había sido pagado correctamente. El joven revisó y se dio cuenta que el cheque fue cambiado no en la cuenta de ella sino en “La 77”, pero no quedó registro de ello, no hubo recibo. El rostro del jefe se sumió en preocupación. Creo que descubrimos una falla, dijo. Hay que llamar al auditor. Ya eran cerca de las diez de la noche y el joven recreaba, por tercera vez, todo su día laboral. La segunda vez fue frente al auditor, la tercera frente al jefe de contabilidad y hubo una cuarta más frente al Gerente. Cerca de la una de la mañana, el error fue descubierto y con ello un hallazgo más. La cuenta “77” sí dejaba registro y descubrieron que era usada por el jefe de otra agencia y en ella realizaba transacciones de cantidades enormes. A las cinco de la mañana, un especialista del ministerio público tomaba declaraciones de los implicados, incluyendo al joven que recreó por quinta y última vez todo su día: repasando sus errores hasta el hartazgo. El cajero renunció, pues hubo un faltante de tres mil que no pudo justificar y lo obligaron a pagar y le prometieron que “después se resolvería”. No quiso esperar y se largó molesto. Poco después, se enteró por las noticias locales que el jefe de agencia que él conocía, pues era amigo de su padre, incluso estuvo en una fiesta familiar, fue arrestado acusado de un millonario fraude.

Dos policías acudieron de inmediato a atender la emergencia. En la patrulla dejaron a un hombre engrilletado mientras corrían hacia el final de la cuadra. El hombre tenía sangre en los puños pues acaba de golpear a su mujer hasta dejarla desfigurada. Tras atender esa emergencia, un golpe seco y terrible alertó a los oficiales. Una mujer, sin una razón explicable, se lanzó del tercer nivel de su lujosa residencia. Era una tal Doña Laura que decían se había quedado sin dinero. Seguro, sus penas fueron más fuertes.