Mi papá ha sido fotógrafo toda su vida. Una de sus historias
más contadas es acerca de cómo trabajó para una fábrica durante ocho meses
aguantando condiciones infrahumanas para luego renunciar, se juró a sí mismo que
nunca más sería empleado. Entonces tomó una cámara, hizo de tripas corazón y se
tiró a la calle a trabajar.
Con el tiempo logró cumplir su sueño de poner su local
propio. Mucho antes del Internet y de los documentos impresos en tarjetas de
PVC, era importante tener fotografías recientes para documentos: cédula,
licencia, pasaporte, visa, carné de estudiante, etcétera.
De igual forma, antes de que todas nuestras imágenes
estuviesen guardadas en un servidor para ser vistas en una fría pantalla y
las cámaras se volvieran juguetes donde se puede hacer una fotografía de
cualquier bobada, uno guardaba sus fotos como tesoros en un álbum que se ponía
con cuidado en una librera o en un cajón, de preferencia con bolas de
naftalina para repeler a los bichos. Allí quedaban guardados nuestros eventos
especiales: bautizos, bodas, fiestas de cumpleaños, la visita de tal pariente o
amigo que vivía lejos; para que en si en algún momento te agarraba la
nostalgia, podías volver a vivir esos momentos.
Contaba entonces mi padre con un ingreso constante y
decente, con el que mi hermana y yo tuvimos lo necesario para salir adelante.
A veces lo íbamos a visitar al local, eventualmente nos animamos a atender a los clientes, recibiendo pedidos, ordenando los rollos de película que la gente tomaba con sus cámaras para luego llevarlos al laboratorio donde por medio de la tecnología más
avanzada eran revelados en una hora, aunque siempre les decíamos que estarían
listos para el día siguiente por si las dudas. Sabíamos que muchas de esas fotos eran tomadas con cámaras para principiantes, que de seguro muchas iban a estar movidas, desenfocadas, sub o sobre expuestas. Los
laboratoristas podían hacer algo para salvar algunas, pero otras estaban irremediablemente perdidas, y luego tendríamos
que explicar que tal o cual foto no salió por esta u otra razón.
A fuerza de ver, fui aprendiendo sobre aberturas,
velocidades, sensibilidades de película y otros términos del oficio. Siempre admiré
la capacidad de los fotógrafos para calcular la luz y el ambiente de un lugar para poder decidir la
mejor manera de sacar una foto.
La hora de la entrega de un trabajo era un momento agridulce:
en un mundo ideal, todas las fotos salen perfectas y los clientes las ven
complacidos y pagan todo el importe, y aunque a veces ese era el caso, también
a veces había que pelear, que esta foto no me gustó, que este ángulo no me
parece, que esta foto no me favorece, que en ésta salgo con alguien que ahora
me cae mal, y así se iban desechando una tras otra hasta quedar en menos de lo que se había
estimado.
Una mañana de vacaciones del colegio, estaba
sentado en un sillón del local cuando mi papá se me acercó con un sobre. “Haceme
un favor, hay que entregar estas fotos, es aquí a la vuelta, es posible que te
digan que te van a pagar luego, si es así no hay problema, después yo me
arreglo con ellos.”
Aunque podía ser muy aburrido para un niño estar allí esperando, teníamos la esperanza de que pidiera comida china o algo rico para el almuerzo. Además, siendo la zona uno, cabía la posibilidad de caminar al parque central e ir a comer algún dulce o un helado.
Aunque podía ser muy aburrido para un niño estar allí esperando, teníamos la esperanza de que pidiera comida china o algo rico para el almuerzo. Además, siendo la zona uno, cabía la posibilidad de caminar al parque central e ir a comer algún dulce o un helado.
Tomé el sobre sin pensarlo mucho y fui al lugar, estaba muy
cerca, a media cuadra de la iglesia de la Merced. Toqué el timbre y a los pocos
segundos alguien abrió la ventanita de la puerta.
- ¿Qué desea?
- Buenas, vengo de parte de don Joaquín a entregar unas
fotos.
La ventanita se cerró al mismo tiempo que abrían la puerta. Pase
adelante, ¡muchá, ya están las fotos! Gritó la mujer mientras corría al fondo
del salón y subía unas gradas.
La luz de la calle contrastaba con el ambiente de adentro. Me
hundí en uno de los sillones que me indicaron mientras mis ojos se
acostumbraban a la tenue luz.
Cuando pude ver mejor, me di cuenta que el lugar era bastante acogedor: habían varios sillones con mesitas redondas al frente, después entendí que las mesitas eran para las bebidas. Todo estaba alfombrado, hacía algo de calor.
Una señorita pasó frente a mí como si nada, vestida un un
babydoll, medias y tacones altos, todo de color blanco.
A mi mente de trece años le costó un poco procesar esa
información. ¿Qué hace una mujer vestida así caminando tan tranquila? Luego me
di cuenta que no solo era ella, sino que en toda la casa había mujeres solamente,
todas con pequeñas y provocativas prendas.
Entonces entendí lo que mi papá me había dicho cuando me
daba las indicaciones; tuvo sentido la alfombra, las luces y las mujeres. No era “pasaje Beatriz”, era “masajes Beatriz”.
Las chicas se juntaron alrededor del sillón, sacaron el
sobre, pusieron las fotos en la mesa y empezaron a ver las fotos entre risas y bromas.
- Mirá cómo saliste aquí vos.
- Ay nena aquí estás linda.
- Esta otra sí nada que ver ustedes, que carita que tengo.
Escuchando las risas y los comentarios, me ganó la
curiosidad y me levanté un poco para ver de qué se trataba el asunto. Ya me sentía
algo resentido con el viejo por hacerme venir a un lugar como éste, especialmente
al recordar que me había insinuado que ya casi era hora de llevarme a que me "hicieran hombre". A lo que siempre dije que no como si se tratara de llevarme a
la horca.
Alcé entonces un poco la vista, y entonces comprendí de
qué se trataba el asunto. La chica que estaba en medio del alboroto se veía muy
joven, y en las fotos era el centro de atención, tenía un vestido vaporoso
color uva, le daban abrazos y regalos sencillos. Incluso rompieron una pequeña
piñata, más como un acto simbólico que por otra cosa.
Era su fiesta de quince años.
Algo chocó en mi interior, era prácticamente una niña un
poco más de un año mayor que yo. Tendría que haber ido a la escuela, debería
estar en los básicos, o estar afuera jugando con otros niños, tal vez
tener un novio con quien tomarse de la mano y platicar naderías, pero estaba
aquí, trabajando de prostituta. Después de muchos años escuché que la policía hacía redadas en varios antros y se llevaron presas a los administradores. Pero estábamos a finales de los ochentas, eran otros tiempos, esta era la realidad, y sus compañeras, en medio de este mundo, hicieron un pequeño sacrificio para organizarle una fiestecita, una triste ironía de celebrar el fin de la edad de la inocencia.
- ¿Cuánto es de las fotos? – Preguntó una de ellas, quien
parecía ser la líder y organizadora de la fiesta.
Le dije el monto. Ella hizo una breve pausa viendo hacia
abajo, luego levantó la cara. -bueno, vamos a pagar, pero tu papá nos va a
tener que esperar un poco, aquí la dueña del lugar nos vende todo lo que
usamos: la ropa, los zapatos y todo lo demás, entonces le debemos, pero decile
que al rato nos arreglamos con él.
Era más o menos como lo había pronosticado el viejo, ellas
se quedaron con el sobre, yo salí de nuevo a la calle soleada, era muy temprano
para que apareciera algún cliente. Regresé al local y le conté lo que me
dijeron, me dijo que después iba a pasar a cobrar.
Me quedé un buen rato pensando en esa experiencia, por
momentos llegué a pensar que el viejo me había mandado a entregar esas fotos
con una doble intención de que encontrara algo interesante allí y lo odié por
eso. No volvimos a hablar del tema así que tal vez nunca lo sepa, y prefiero
quedarme con la duda.