Sábado, cinco de la tarde, Ana y su hija Shirley han pasado
todo el día con la cara pintada de blanco, como un mimo o un payaso. Haciendo
malabares cada vez que el semáforo se pone en rojo, recibiendo una que otra
moneda de los pilotos. Las dos tienen el cuello tostado por el sol, las manos y
los pies resecos. Y esa sensación de hacer las cosas de forma automática, hacer
un poco de malabares, una pequeña pirueta, calcular el tiempo suficiente y
pasar por los carros esperando que les den una ayuda.
Después de pasar las horas equilibrando en el aire tres naranjas
magulladas y sucias que ya perdieron la cuenta de cuántas veces han caído, a Ana
empieza a picarle la curiosidad de cuánto habrán recolectado ya. Pero es media
supersticiosa en ese sentido, prefiere esperar hasta que termine la jornada. Por
un lado, si han recolectado una buena cantidad será una buena sorpresa,
y si no, al menos no se va a decepcionar hasta el final.
Cuando Ana considera que ya va a anochecer, le dice a
Shirley que empiecen a guardar. Toman su mochilita que han dejado en la base
del semáforo, se quitan el maquillaje - al menos protege algo del sol-; guardan
sus cosas. Ana cuenta hace un cálculo rápido de las monedas y emprenden el
camino a casa.
La calle, la banqueta, todo tiene un sentido utilitario para
ellos, a veces Shirley todavía se sale un poco para ver una flor en algún
arriate, algún chispazo de color en ese ambiente y ese estado mental que te
tumba los sentidos. Shirley es pequeña, todavía tiene la curiosidad innata de
los niños y le hace muchas preguntas a su mamá acerca de cualquier cosa que se
le cruce por la mente.
Ana ha estado con un pensamiento en la mente desde que
emprendieron el camino de vuelta, hay
unos locales comerciales donde pasan todos los días.
- Shirley… ¿querés un helado?
Shirley no puede creerlo al principio, ¿de veras? De veras -responde
Ana-, hoy nos merecemos un premio, hoy puedes pedir de los de cono, de los
grandotes. Aunque no sé si te lo vas a poder terminar… Sí mami, vas a ver,
quiero uno de fresa, me encantan los de fresa.
Pasan por la heladería, Shirley pide un helado de fresa, Ana
uno de vainilla, se sientan un rato y Ana siente que sus piernas se lo
agradecen. Por un rato se desconectan de la realidad, Ana trata de responder a
las preguntas de Shirley. El otro día vi una ardilla, ¿Las ardillas vuelan? ¿qué
comen? ¿te imaginas si existiera una súper ardilla? ¿podría volar? A la mayoría
de cosas Ana respondía con un “ay hija, no sé, pero sería divertido”.
Ana se sintió aliviada por esos minutos, deseó que ese
helado, que ese momento nunca terminara, esa era su forma de decirle a su hija
que la amaba, deseaba habérselo dicho con esas palabras más seguido. Bueno, no
había porqué atrasar lo inevitable, descansó, cerró los ojos unos momentos
mientras Shirley miraba a su alrededor con la inocencia de su edad.
- Bueno, ya tenemos que irnos.
Siguieron su camino, los pasos ligeros de Shirley contrastaban
con la monotonía de los de la madre, pasaron por el puentecito, era corto, pero
salvaba un barranco de unos cincuenta metros de profundidad, al fondo corría un
río de aguas negras.
Ana se detuvo un momento, Shirley hizo lo mismo, Ana se
apoyó en la baranda y vio al horizonte.
- ¿Qué pasa mami?
Ana estuvo pensativa un rato, suspiró y respondió: Shirley,
¿te cuento un secreto?
- Dime
- Una vez que pasé por aquí hice un experimento, es un
secreto, pero no le vayas a decir a nadie, no vaya a ser que me roben el truco.
- ¿Qué experimento?
- Pude volar, extendí los brazos todo lo que pude, brinqué
muy alto, empecé a aletear como los pájaros y pude volar, como la súper ardilla, aterricé allá abajo,
hay un caminito de tierra que sube y volví a llegar a la calle.
- Ay mamá, que cosas dices.
- ¿Quieres intentarlo?
Ana dejó la mochila en el suelo, tomó a Shirley por la
cintura y la cargó, la pegó fuerte contra su cuerpo –si te agarras de mí te
puedo llevar, solo tienes que dejarte llevar-.
- Mami, ¿Qué haces?
Ana sentía un nudo en la garganta, Shirley no sabía que lo
de los helados era lo único que habían hecho en todo el día, o que era más o
menos el promedio de lo que habían hecho cualquier otro día, ya nada tenía
sentido para ella más que esto, inventar una excusa y volar. Shirley luchaba
entre su instinto de conservación y el amor a su madre. Y entre la confusión y
el pánico, optó por aferrarse a ella con todas sus fuerzas implorando.
Alguien en su carro alcanzó a ver lo que pasaba y se detuvo,
abrió la puerta y corrió hacia las dos, pero antes de hacer o decir cualquier
cosa ya era muy tarde.
Ana saltó y voló, volaron lejos del sol ardiente, lejos del
hambre, del cuarto pelado y solitario, de los piojos, del cansancio, del mundo
y sus habitantes que ya poco importaban.