Cuando M perdió su puesto de vendedor en el almacén de telas inglesas pensó que sería una mala racha que pasaría pronto, que todos los contactos que había logrado construir durante los años que trabajó detrás de ese mostrador, le facilitarían encontrar otro trabajo. Sin embargo ya habían pasado cinco meses y no se concretaba nada.
La preocupación real llegó cuando el último huevo se freía en el sartén, tragó la fritura con amargura, sin pan, sin café, sin alegría, era el último desayuno, no habría almuerzo, le confortaba la noche por que durmiendo ya no sentiría la punzada del hambre en medio del estómago; pero faltaban muchas horas.
Ese primer día lo soportó con cierto aire de dignidad, pudo buscar a alguien en los cafés del centro, seguro allí encontraba a algún conocido leyendo el periódico, podría conseguir un pan y un café, el pensar en un dulce pan y un café aumentaba su salivación y la punzada caliente allí abajo del pectoral, en el centro del estómago. Pensaba en otra cosa, tomó una vieja revista leyó dos artículos sobre psicología social y se quedó dormido, agotado.
La mañana siguiente fue desesperante, la punzada más fuerte, la boca amarga, hambre, hambre, hambre, no podía pensar en otra cosa, tenía hambre, la palabra se le hacía gigante, ocupaba todo, la salita desordenada, los libros empolvados, la cama triste y sola todo lo ocupaba esa palabra que le apretaba la garganta, sintió miedo por primera vez.
La preocupación real llegó cuando el último huevo se freía en el sartén, tragó la fritura con amargura, sin pan, sin café, sin alegría, era el último desayuno, no habría almuerzo, le confortaba la noche por que durmiendo ya no sentiría la punzada del hambre en medio del estómago; pero faltaban muchas horas.
Ese primer día lo soportó con cierto aire de dignidad, pudo buscar a alguien en los cafés del centro, seguro allí encontraba a algún conocido leyendo el periódico, podría conseguir un pan y un café, el pensar en un dulce pan y un café aumentaba su salivación y la punzada caliente allí abajo del pectoral, en el centro del estómago. Pensaba en otra cosa, tomó una vieja revista leyó dos artículos sobre psicología social y se quedó dormido, agotado.
La mañana siguiente fue desesperante, la punzada más fuerte, la boca amarga, hambre, hambre, hambre, no podía pensar en otra cosa, tenía hambre, la palabra se le hacía gigante, ocupaba todo, la salita desordenada, los libros empolvados, la cama triste y sola todo lo ocupaba esa palabra que le apretaba la garganta, sintió miedo por primera vez.
Caminó por las calles calcinadas por el sol, por momentos olvidaba su necesidad, pero otra vez la cuchillada en sus tripas le quemaba el cuerpo desde el centro hasta las extremidades, sintió desmayarse, todo daba vueltas, se sentó en una puerta con sombra, respiró profundo, necesitaba comer, c-o-m-e-r, otra vez una palabra que se le crecía enfrente, nublándole la vista, impidiéndole la respiración.
Pensó en pedir dinero a cualquier persona en la calle, pensó también en entrar a una panadería, pedir mucho pan y salir corriendo, ya no le importaba nada, si lo llevaban preso, si lo linchaban por robar, lo único que le importaba era saciar el hambre que lo desesperaba.
Estaba a punto de pedir una moneda a una señora con cara de buena gente que esperaba el bus en una esquina, pero mientras se acercaba a ella, sintió el olor dulzón y potente del pollo frito que ofrecían en una hermosa vitrina atiborrada de pasteles rojos, verduras frescas, jaleas y por supuesto gordos pollos que chorreaban deliciosa grasa.
El plan era simple, entraría como cualquier comensal, elegiría una mesa cercana a la puerta de salida, pediría su banquete y al terminar huiría; si lo pescaban por lo menos habría saciado el hambre que lo estaba matando poco a poco.
La mesera fue amable con el, incluso le sonrío cuando notó que mientras pedía la comida se frotaba las manos sobre las rodillas, entre ansioso y nervioso, cuando la mesera se alejó a ordenar la comida, cerró los ojos deseando que todo saliera bien.
Cuando tuvo la comida frente a el, sintió mucha tristeza, una tristeza que le hacía llorar incontroladamente, sentía pena por el mismo, y lloró, su cara inundada de lágrimas que no podía controlar, sin embargo, no dejó de comer, las lágrimas le dieron un sabor amargo a la comida, pero no importaba, al principio se abalanzó sobre las piezas de pollo, que rasgaba con los dientes, con desesperación, con prisa, sintió las miradas sobre él y se obligó a comer más lentamente. Tomó los cubiertos y cortó el pollo con el cuchillo, mientras el tenedor cazaba hábilmente los trozos de carne blanca y grasienta, que llegaban a su boca aún llena de comida a medio masticar.
Sintió como poco a poco la punzada caliente iba desapareciendo, como podía respirar con tranquilidad y sin dificultad, sintió como su cuerpo iba retomando fuerzas. Su actitud no había dejado de levantar sospechas a las meseras, hábiles en el arte de descubrir a personas con intenciones de irse sin pagar.
Dos de ellas se apostaron junto a la puerta, y una mas detrás de la caja no le quitaba la vista de encima, la mejor defensa es el ataque, pensó mientras buscaba con la mirada otras rutas de escape, calculó que la mesera gorda podría fácilmente noquearlo si al correr hacia la calle tenía que enfrentarla; pero que a la chaparra y morena si podía empujarla y correr hacia la libertad, la de la caja lo miraba disgustada y mantenía sospechosamente las manos escondidas tras el mostrador. ¿Estará armada? ¿Habrá un botón de pánico? Y al presionarlo se aparecerán diez policías para detenerlo; cien preguntas lo hacían dudar de su plan que ahora ya no le parecía tan simple.
Estaba a punto de caminar hacia la puerta, empujar a las meseras y huir, cuando La mesera gorda se acercó y con cierta pena puso su mano sobre la espalda de M y le dijo con calma, “No se preocupe joven, no le vamos a cobrar”, él la vio y tuvo muchas ganas de abrazarla, se sentía un niño perdido que acababa de reencontrar a su madre, pero solo atinó a limpiarse las lágrimas que mezcladas con la grasa del pollo chorreaban su cara.
Antes de salir del restaurante volteó a ver a sus benefactoras que lo miraban con pena y un poquito de tristeza; pero antes de cruzar la puerta la chaparra y morenita lo tomó de la mano y sin decir nada y sin siquiera ejercer presión, lo llevó hacia una bodega sucia y apestosa a humedad; suavemente lo recostó en una plancha de concreto, estaba tan confundido y asustado que no atinó a hacer nada más que ver como el hacha en manos de la mesera gorda caía pesada y para siempre sobre su cuello, que ya no era parte de su cuerpo; al fin dejó de sentir angustia.