“He ahí el
oscurecimiento de la verdad en el mundo.
Los números se separan de la unidad
original y final.
Las letras de luz se convierten en letras de sombra…
los ángeles caídos se congregaron”
Eliphas Levi
El humo del cigarrillo se disipaba con rapidez al igual que
su paciencia. Hacía dos minutos estaba bebiendo una cerveza en un bar envuelto de
soledad sin perturbaciones innecesarias. Tres minutos después estaba en el
callejón junto a un desconocido que fue retirado a la fuerza por la seguridad del
local. Tuvo la certeza de que se trataba de un viejo amigo, de esos que se
cuelan entre la mente como un chorro de agua incontenible con rostro y
recuerdos incluidos. Dejó el cigarrillo en el cenicero y su cerveza a medio
terminar. Corrió hacia la puerta con su amigo. Descubrió el vacío en el
estómago tras percatarse de la jugarreta de su mente. Sin duda era idéntico mas
no su conocido; pero ya era tarde, él y su nuevo compañero eran los
responsables de la muerte del cocinero, no lo llevaban a la calle sino hacia la
estación policial. “Asesinos”, repetía el mesero mientras los comensales
comenzaron a cerrar filas para evitar que escapasen. Él y el otro corrieron. Se
escondieron. Los pulmones cansados no dejaban entrar al aire, clamaban el humo
que murió en el cenicero. Llegaron al callejón. La lluvia comenzó. Luego se
escondieron detrás de una estatua. Una con un caballo a medio parque.
Encendió un cigarrillo para respirar y dar ese humo a sus
pulmones protegiéndole con sus manos por entre las patas de piedra,
escondiéndose de los testigos. Tras varias bocanadas del ansiado tabaco los
pulmones respondieron permitiendo emitir de su boca las palabras necesarias
para cuestionar al asesino y el cómo lograr escapar de tan disparatado enredo.
Preguntó su nombre. Samiaxas, respondió. En su mente dejó de elucubrar
cualquier pensamiento sobre la confusión. Conocía el nombre. Recordaba las
historias de su abuelo cuando abría aquel libro prohibido por su madre. Hénoch,
recordó en un instante, luego todo fue lluvia.
No daba crédito a lo que veía en esos ojos desorbitados. El
supuesto asesino del cocinero ¿cayó? “Vengo a devorar a tus mujeres”, repetía
cada cierto tiempo. Podría tratarse de algún desquiciado seguramente. Alguien
que logró escapar de un manicomio, pero ¿Cuántos en esta ciudad podrían
llamarse así de esa manera tan exacta? Tal
vez se atreva a suponer demasiado. Trató de seguirle el juego. “Vengo a devorar
a tus mujeres”, continuaba con su letanía indescifrable que acaba en aquella
frase, cual “Amén” al final de un “Padre Nuestro”.
El cigarrillo estaba más que mojado. Ya no había humo que
respirar. Mientras buscaba respuestas en su mente giró su cabeza para notar lo
que podría parecer un juego de su mente. La estatua había desaparecido ¿había
estatua? Y de pronto vio a los meseros acompañados de más gente molesta que se
acercaban. Habían sido vistos y la voz de alarma se desató entre los fieles
seguidores acumulándose en una horda asesina sedienta de sangre. Corrieron de
nuevo. Robaron un vehículo. Él manejó y el otro rezaba.
“¿No viste las nubes repletas de sangre? ¿Pudiste ver el
cielo mientras las nubes se transformaban en alas afiladas? ¿Te diste cuenta?
¿Lo sentiste? ¿Me viste caer? ¿Me sentiste llegar? Aquí estoy envuelto en
flamas de piedra y sangre hirviendo. Dame una respuesta Azazel, quien tú eres.
No ves que debes hacer lo que te ordeno. Tráeme a las mujeres que ansío
descendencia”.
Repetía el tipo mientras la mirada atónita del ahora conductor
se cruzaba entre los ojos del asesino y el camino y la lluvia que moría al
acariciar el vehículo. La letanía de preguntas comenzaba a perturbar su
ilusoria paz y comenzó a ver como las gotas que corrían desparramadas por el
vidrio se reían de su ignorancia, de él, de su mente. Detuvo la marcha. Bajó.
El otro bajó con él. Caminó huyendo de él. Corrió. El otro le siguió. Gritó
mientras corría. Clamó por auxilio. Nadie se acercó. Nadie respondió. La lluvia
arreciaba.
“¿Por qué mataste al cocinero? ¿Qué te debía? ¿Tenía una
mujer que deseabas y no te la dio maldito repugnante? ¡Responde!”.
“Era Arakiel y se negó a obedecerme. Él vino primero. No debió
ser así. Tú fuiste el próximo. Y morirás si no me llevas donde las mujeres
hijas de los hombres.
Estás demente. ¿Arakiel? ¿Azazel? ¿Qué es esto? ¿Dios qué es
esto? – Gritó desesperado.
Dios no te escuchará,
recién le maté. ¿No viste las nubes repletas de sangre? ¿Acaso no ves como
sangran los ríos? Vamos Azazel. No cuestiones más y ven conmigo que el diablo
nos espera. La fiesta apenas comienza, luego no habrá espacio para las pisadas
de nuestros hijos. Esta vez yo reinaré.