La juventud, las ganas y la pinche vida


Nuestra relación era una telenovela mexicana decía yo, pero ella insistía en que nuestra relación era una novela Uruguaya, de esas de mil páginas que sin embargo no registran ni sobresaltos, ni giros inesperados; pero la verdad era totalmente diferente.  

Ella era alta, blanca y hermosa un tanto desdibujada por siglos y siglos de formación cristiana, yo era más bien normal, un tipo común, con apariencia de futbolista en decadencia, con una tristeza permanente e insufrible.

Todo iba bien, hasta que quisimos salir de nosotros mismos, ser otros, o pretenderlo. Ella odiaba ser ella y odiaba sus lastres culturales que no le permitían disfrutar incluso de un orgasmo. Yo estaba cansado de provocar lástima, harto de la depresión y de ese desgano inacabable.

Empezamos por provocar; la provocación era nuestra forma de rebelarnos contra nosotros mismos.  Antes el recato y la timidez, ahora el escándalo y las carcajadas nos hacían sentir libres y dueños de nuestra voluntad y la voluntad de la gente a la que provocábamos.  Desde besos prolongados, ensalivados y profundos, hasta la masturbación mutua en buses, en cafeterías baratas y apestosas, en la biblioteca y en el parque bajo un árbol infestado de gusanos verdes.

Por fin nos sentíamos libres, por fin podíamos decir lo que pensábamos y hacer lo que queríamos.
A fin de año vendimos algunas de nuestras pertenencias y compramos una cámara fotográfica, No teníamos idea que esa compra iniciaría un cambio tan fuerte en nuestras vidas, no podría decir si en ese momento inició todo, o finalizó; todo depende…

El aparato nos permitió tener discusiones estéticas intensas e inventar escenarios y personajes que éramos nosotros mismos, pero a quienes podíamos criticar y destrozar a placer. Ella fotografiaba señoras grises y enojonas, amargadas según ella; a mi me gustaba fotografiar a gente supuestamente exitosa, bien vestida y bien peinada, con olor a jabón. Nos gustaba inventarles vidas a esos personajes, éxitos y fracasos que eran nuestros pero se los asignábamos a esos desconocidos, que atrapábamos con nuestro aparato, por siempre y para siempre.

Decidimos fotografiarnos a nosotros mismos. Lo decidimos inmediatamente después de una fuerte discusión; a ella le costaba decir “te amo”, rehuía a las palabras cariñosas, para ella eran innecesarias, a veces símbolos de debilidad, para ella las cosas que hacía para demostrar amor eran suficientes.  Al contrario, para mí, decirlo, hacerlo verdad por medio de las palabras era vital, soy un sentimental, lo sé, pero no quiero dejar de serlo. Se lo pedí, no, más bien se lo exigí, ella hizo un discurso sobre el futuro y el libre albedrío, yo respondí con sarcasmos y gestos de desaprobación que lograron enfurecerla hasta el llanto, se abalanzó sobre mí dándome golpes sin control. Logré tranquilizarla, la abracé, la apreté a mi cuerpo, con amor, con ganas, la besé y me lo dijo, bajito, casi un susurro pero con convicción. Se lo agradecí tanto, no se lo dije, pero me hizo feliz. 

Le dije que le tomaría una fotografía, se arregló el cabello con la mano izquierda y vio fijamente al lente, apreté el obturador y todo se detuvo, ya no había tiempo, ya  no había oxígeno, ya no había sonido, todo detenido, todo en absoluta calma, ella viéndome fijamente, las pecas en su cara parecían más definidas, sus manos grandes y firmes detenidas para siempre. De la misma manera yo inmovilizado deteniendo la Cámara, un poco encorvado y viéndola a través del lente. Estábamos conscientes de estar atrapados en una imagen, y no podíamos hacer nada, no sabíamos cómo salir de esa situación, sin embargo no sentíamos necesidad de revertir aquel estado, era placentero, la contemplación mutua nos tranquilizaba, o al menos eso pensaba yo.

Pudo transcurrir una hora, o quizá varios días, ya nunca lo sabremos, cuando pudimos movernos nuevamente, nuestros cuerpos cayeron al suelo, devastados por un cansancio inconmensurable, dormimos varias horas y al despertar lloramos dos horas, abrazados sobre la cama, lloramos de felicidad, de placer, nos sentíamos felices, satisfechos.

Tomamos la decisión de hacer otra fotografía; estaba vez sabíamos lo que iba a pasar, así que tomamos las medidas necesarias.  Ella quedó completamente desnuda, se sentó en la silla en la que pasaba horas y horas, leyendo o pensando que no necesitaba el futuro, tomó su libro favorito, cruzó las piernas y lo puso sobre ellas.  Yo puse la cámara sobre el trípode, la programé para que tomará la fotografía automáticamente y me senté junto a ella, tomándola de la mano, con ropa pero con ganas de no tenerla.  Esperamos 10 segundos, la cámara se accionó y allí quedamos otra vez en esa especie de orgasmo detenido, por siempre y para siempre.