La mesa del comedor era gobernada por los adultos jugando cartas. Unas noches era en mi casa, otras en casa de mi tía, otras donde algún vecino. Para jugar conquián se necesitan tres personas, era común tener amigos o vecinos invitados en la casa. A veces ellos llegaban con sus hijos. Unos me caían bien, otros no tanto. Como siempre en la mesa los mirones son de palo y aunque las apuestas no eran muy grandes, los adultos se las tomaban en serio.
Yo detestaba esas reuniones. No había licor, pero el olor a cigarrillo era insoportable, los juegos se alargaban hasta altas horas de la noche y los viernes y sábados eran capaces de llegar al amanecer jugando. Cuando estaban en mi casa podía encerrarme en mi cuarto a dormir, pero cuando estábamos de visita tenía que conformarme con quedarme tirado en un sofá o en la alfombra. La tele era mi niñera y me entretenía viendo los programas del MTV como Daria, Beavis and Butt-head, The Real world, Headbangers Ball y Rock videos that don´t suck.
El conquián es muy dinámico. Los juegos terminan rápido y cuando nadie gana se guarda el pozo de la apuesta para la siguiente partida. Las apuestas eran de a quetzal o de a cinco por cada juego, se podían juntar varios jugadores y se turnaban para hacer siempre un grupo de tres. El que perdía su turno se podía quedar bromeando con los demás o podía salír a tomar aire o agua, platicaba un poco con nosotros o iba a ver qué estábamos viendo en la tele.
Recuerdo una noche que mi tía llevó a un amigo, se llamaba Gustavo, era profesor y daba clases en la misma escuela que ella. Se supone que sabía leer el cigarro. La idea era que la persona le diera unas cinco o siete fumadas sin tirar la ceniza y se lo daba. Entonces él entraba en una especie de trance, tomaba el cigarrillo con una mano y con la uña del dedo meñique - convenientemente larga y cuidada que parecía de mujer-, empezaba a ver los puntos blancos y negros de la ceniza, el humo, la inclinación y la uniformidad del borde de la brasa para dar sus predicciones, hablaba con frases cortas, con respiración pesada y con una seguridad que dejaba a los adultos sorprendidos. Daba la impresión de que algún espíritu se apoderaba de él y le decía las cosas que iban a pasar. Cuando terminaba sus adivinaciones, alzaba el rostro hacia el cielo, cerraba los ojos y respiraba profundamente, sacudía las manos y pedía agua, alguien llegaba rápido con un vaso y cuando se la daban se la echaba en las manos y se las frotaba, luego se frotaba la cara y la cabeza calva. Era como si algo le quemara y tuviera que refrescarse. Todo ese teatro le daba más credibilidad. “Es exacto” decían, “el tipo es infalible, te dice lo que te está pasando y lo que te va a pasar como si lo estuviera viendo”.
Después de varias visitas a una casa y a otra, una noche que estábamos de visita, me había quedado solo en el cuarto viendo cualquier cosa en la tele. Gustavo llegó diciendo que le había tocado perder y quería distraerse un rato. “¿Qué estás viendo?” me preguntó, acostándose con toda confianza a la par mía en la cama. “Un documental” Le respondí, algo de tecnología. “Ve, que interesante, ¿te gusta ver esos programas?” Hablaba con voz suave. Gustavo era homosexual y no hacía nada por ocultarlo. Fingía interés por el programa y comentaba algo de vez en cuando. Mi incomodidad de tener tan cerca a un adulto que casi no conocía se convirtió en alarma cuando sentí su mano en mi pierna. “Este, creo que me llaman” dije y me levanté de la cama “¿De verdad?” dijo con voz baja y seductora. “yo no escuché nada”. “Sí, me voy”. Tuve que aguantarme el sueño, el susto y la rabia y fui al comedor donde estaba el grupo jugando y contando chistes.
Otra vez me dijo que tenía una predicción muy importante para mí, le tenían un respeto como si fuera el Rasputín guatemalteco. Enfrente de todos me jaló y me llevó al cuarto, me acostó en la cama, acercó su cara a mí olfateando como un animal a punto de comerse una presa. Por un buen rato estuvo así sin tocarme, pero cuando quiso bajarme el pantalón le di un empujón y salí corriendo.
Pasó el tiempo, parece que al fin se dieron cuenta que Gustavo era un fraude y lo dejaron de invitar. Las partidas de conquián seguían celebrándose.
Otra de las asistentes frecuentes a los juegos nocturnos era Marybeth Carrera. Marybeth había tenido una vida cómoda y feliz hasta que su esposo, manejando a alta velocidad de noche en la autopista, se estrelló en la parte trasera de un tráiler que no tenía luces. En ese tiempo no existían las bolsas de aire, usar cinturón no era de machos y así dio con el pecho en el timón, dicen que el corazón se le reventó y murió al instante.
Así, Marybeth se quedó sola con tres hijas. Después del luto y la depresión vino la incertidumbre. Su máxima aspiración hasta entonces había sido ser un ama de casa al lado de un hombre de dinero que le diera sus gustos. Ahora su plan se había ido por el desagüe. La familia política le ayudó por un tiempo pero ella tuvo que buscarse la vida a su modo. Le decía a sus hijas que iba a Tapachula a traer mercadería para vender en los mercados de la capital. En realidad trabajaba como prostituta en una casa cerrada de la zona diez con el plan de hacer la mayor cantidad de dinero posible aprovechando al máximo sus treinta y dos años antes que su frescura desapareciera. Yo no tuve conocimiento de estas cosas hasta tiempo después, para mí solo era una vecina a quien íbamos a visitar o venía a visitarnos y a veces jugaba y platicaba con sus hijas que me caían muy bien. En especial Maria Clara, la de en medio.
A todo esto contaba yo con unos trece años. Mi viejo y sus amigos ya empezaban con eso de “hay que llevarlo donde las nenas para que lo hagan hombrecito”. Yo le tenía pánico al asunto, cuando me hablaban del tema me ponía a la defensiva. Algunas veces haciendo mandados con mi papá en el carro pasábamos por el Cerrito del Carmen y me decía, medio en broma, medio en serio: "Por aquí hay lugares interesantes, ¿querés visitar alguno?" Yo me refundía en el asiento del copiloto y le decía que no. Él se encogía de hombros y seguíamos de largo.
Recuerdo claramente un catorce de septiembre. Por primera vez estaba en un colegio que tenía banda escolar - unos cuantos instrumentos, entre nuevos y usados - y yo era uno de los tres clarines. Daba la casualidad que dos semanas antes había tenido una fractura en el brazo derecho y lo tenía enyesado. Encima de eso, hacía poco más de una semana que un compañero me compartió su helado mientras me contaba que estaba recuperándose de la varicela y me contagió. Así que estaba enyesado y con las costras de varicela apenas cayéndose, sin embargo, la fiebre y el malestar ya habían pasado y estaba en condiciones suficientes como para asistir al desfile de independencia.
Esa noche hubo partida de conquián en la casa.
No podía creerlo. Yo convaleciente, nervioso, tenía que madrugar mañana y allí estaba el alboroto en la casa, el juego, las risas y el maldito humo de cigarro. Andaba con un humor de perros, aguanté todo lo que pude pero me venció el sueño y me fui a dormir.
No sabría decir qué hora era. Estaba profundamente dormido, di una vuelta en la cama y me topé con algo que me despertó. Todo estaba oscuro y silencioso indicando que el juego había terminado. ¿Qué es esto? ¿Hay alguien en mi cama? Mi mente no pudo procesar bien lo que estaba pasando hasta pasados unos minutos. ¿Quién es? Huele a perfume dulce, a cigarro. ¿Qué hace aquí? Me ganó la curiosidad, con timidez y con el corazón en la garganta estiré mi mano sobre la sábana, sentí la curva de su cintura, su cadera. Definitivamente es una mujer… ¿Marybeth?
Ella no se movió, respiraba con tranquilidad, parecía estar dormida. Yo no sabía lo que estaba haciendo, me movía impulsado por algo más fuerte que yo. Mi mente no podía concebir cómo había llegado a esta situación. ¿Y si se despierta? Actué más por instinto que otra cosa, mi mano buscó el borde de la sábana y la levantó. Toqué una piel suave, tersa, yo nunca había tocado una piel así, de mujer, su espalda estaba desnuda, mi mente estaba a reventar, seguí curioseando con la punta de mis dedos, me topé con una cinta de encaje de lo que adiviné sería una tanga.
Entonces se movió.
¡Mierda! ¿Y ahora qué? Estará molesta, me va a decir que no sea abusivo, que respete y la deje tranquila, se va a quejar con mi papá y voy a ser la vergüenza de la familia. En lugar de eso se dio vuelta hasta quedar frente a mí.
¿Tienes frío?
Solo atiné a decir "no" con un hilo de voz.
Hasta la fecha sigo sin entender qué quiso decir con esa pregunta. Tal vez lo dijo por decir algo. Lo que lo que pasó a continuación fue algo vertiginoso. Esta vez fue ella quien empezó a tocarme, sus manos me buscaron, no hubo besos, en la negrura de la noche no tenía idea de qué estaba pasando. Solo se que yo estaba terriblemente incómodo con el yeso, sentía que las costras de la varicela se hacían enormes, me picaban y me dolían. Ella me manipuló, me rodeó con sus piernas, me colocó en posición y me usó como un instrumento, un instrumento que no tardó mucho en explotar y dejarme agitado y confuso.
El silencio y la oscuridad reinaron por un minuto eterno.
Marybeth se levantó, fue al baño, escuché el interruptor de la luz. Después de un rato escuché el ruido del agua en el inodoro. Regresó, se acostó y encendió un cigarrillo, veía el punto anaranjado de la brasa subir y bajar como un fantasma. El humo me asfixiaba. Cuando terminó el cigarro volvió a quedar de espaldas a mí y siguió durmiendo.
¿Qué acaba de pasar? ¿Eso es todo? Mi primera vez pasó sin estar amor, sin anticipación, sin ningún plan, sin protección, con solo dos palabras. Mi cabeza daba vueltas. Me voy a ir al infierno. Soy un pecador. Sentí angustia, pánico. Odié a mi papá por ponerme una trampa y salirse con la suya. Odié a Marybeth por prestarse al juego. Me odié. Estaba embarrado de culpa y quería arrancármela de encima.
En algún momento me venció el sueño. La alarma sonó a las cinco de la mañana. Me levanté, ella se quedó en la cama durmiendo. A esa hora era el único despierto en la casa. Fui a bañarme, me vestí, calenté un poco de frijoles, me hice un huevo estrellado y una taza de café. Desayuné y fui al colegio a juntarme con mis compañeros para el desfile.
A media mañana, a medio desfile, iba al frente de la banda cargando con el peso de conciencia que me agobiaba como el sol, que me picaba como el yeso, como la varicela. En eso, con el rabillo del ojo vi a María Clara viendo el desfile desde la acera. Me vio, sonrió y me saludó. Sentí náusea, ganas de llorar y quise salir corriendo. ¿Cómo podía decirle ahora que ella me gustaba?