LA CASA DE LA GUITARRA

Durante mi niñez y buena parte de mi juventud viví cerca de una colonia muy antigua de la ciudad que todavía tiene casas grandes de adobe. De esas que todavía tienen su jueves de mercado con un poco de todo: desde frutas y verduras hasta cachivaches de segunda mano. Si una semana normal el ambiente era alegre y animado, para la feria el alboroto se multiplicaba. 

En plena feria, en la confusión de elotes locos, gritos, garnachas, luces, algodón de azúcar, música a volumen indecente y otras cosas; la vi por primera vez. Su pelo negro, liso y planchado brillaba al compás de las luces. Tenía algo de felino en su mirada. Tal vez era el maquillaje, le concedo eso. Pero juraría que al ver su sonrisa se calló el griterío, escuché repicar las campanas de la iglesia y me emborrachó un aroma de manzana acaramelada. Me acerqué balbuceante a saludar sin saber siquiera qué vendía. Me quedé allí parado como idiota. “Pase adelante, ¿qué va a llevar?” Solo entonces me di cuenta que estorbaba a los visitantes que se amontonaban en los estrechos callejones. Vendía cosméticos y accesorios varios para dama. Le mentí diciendo que buscaba un par de aretes para mi sobrina.

Se llamaba Marisa y vivía cerca del parque donde se celebraba la feria. Desde entonces fui todos los días con cualquier pretexto y a las dos semanas ya éramos novios.

La primera vez que entré a su casa noté el frío y la humedad típicos de la construcción de adobe. Era fresca, de paredes altas. El techo era de lámina soportada por gruesas vigas de madera y un cielo falso que hacía poco por amortiguar el frío y el ruido exterior, especialmente la lluvia era tan ensordecedora que impedía cualquier conversación o escuchar la radio o la televisión. Aún así, yo la encontraba encantadora. El aroma de la madera, el cáñamo de la hamaca, el adobe y el cigarrillo me traían la nostalgia de la casa donde crecí en el oriente del país

Se la presenté a mis viejos y de inmediato noté que no estaban impresionados. Pensé que habían sido intimidados con su espíritu libre, independiente y aventurero. Marisa vivía sola, al morir sus padres las tres hermanas dividieron la casa: medio lote para dos hermanas y el segundo nivel para la tercera. Cada una tenía suficiente espacio para vivir tranquila. Me obsesioné con ella, empecé a escabullirme cada vez más seguido para dormir juntos. Eran noches apasionadas, intensas. En la madrugada salía a mi trabajo desvelado y exprimido.

Una de esas noches, todavía ebrio de su dulce aroma, Marisa me preguntó: "¿No has notado algo curioso en la fachada de la casa?" La verdad es que no le había puesto mucha atención. "¿Ya viste la figura tallada en la parte alta?"

Entonces recordé que desde antes de conocerla había visto esa guitarra, se erguía con el mástil hacia arriba, las cuerdas se notaban a la perfección. Supongo que a todos los que vivíamos cerca nos pasaba como con las vallas publicitarias que al principio son novedosas y originales, y después de tres meses ya se vuelven parte del paisaje y pasamos frente a ellas sin siquiera darnos cuenta.  Marisa me hizo una confesión: "Es la guitarra del sombrerón. Mis abuelos eran brujos, con el dinero que ganaron de sus trabajos construyeron esta casa y a él se la dedicaron, la guitarra es una muestra de agradecimiento".

- ¿El sombrerón, en serio?

- Sí, mis abuelos hacían bastantes trabajos, se supone que eran famosos. No solo eso, mi papá siguió con la tradición. Recuerdo que una vez que me llevó en su moto a un lugar bien lejos, yo era muy pequeña y recuerdo poco, pero había un grupo de gente. Me recostaron en algo así como un altar, tenían velas encendidas y rezaban unas cosas que no entendí. Me pasaron un ramo de a saber qué plantas y me rociaron con alcohol. Al terminar el asunto, mi papá me bajó, se despidió de todos tan alegre y ya afuera me dijo "bueno, ya estás consagrada".

Yo escuchaba esas cosas con algo de incredulidad, pero la guitarra en el frente de la casa era prueba física de que la historia podía tener algo de cierto. Me contó que en una ocasión hubo fiesta en casa, cuando ya se fueron todos los invitados se quedaron solas las tres echándose los tragos. Ya era de madrugada, la menor de ellas se excusó para ir al baño. Entró y cerró la puerta. Las dos mayores se quedaron conversando y perdieron la noción del tiempo. En eso, Mireya entró en una especie de trance, la vio muy seriamente y le dijo "Marisa, tal vez no me vas a creer, pero soy el espíritu de tu papá" Marisa pensó que era una broma y empezó a reír. "Te lo puedo probar: tu hermana fue al baño, pero ella es muy sensible, yo hice que se levantara para hablar contigo porque verme así la impresionaría mucho, en este momento está desmayada en el baño; cuando terminemos de hablar, tendrás que irla a despertar." Mireya, poseída por el espíritu de su padre, le contó cosas que solo ella podía saber, entre otras, que sobre ellas pesaba una maldición y que nunca iban a ser felices con ningún hombre, porque habían sido entregadas al sombrerón. "Pero, ¿sabes? Yo estoy decidida a romper esa maldición." me dijo con mucha seguridad.

En otra ocasión, una feliz pareja de recién casados alquiló un cuarto en la casa con la ilusión de empezar una vida juntos. La primera noche, el esposo sintió una presencia, en la oscuridad creyó ver una silueta de pie, como si alguien o algo los viera dormir. Alarmado, se levantó y encendió la luz, no había nada. Le preguntó a su esposa si había sentido o visto algo, ella ignoraba de qué estaba hablando.. Al apagar la luz, la silueta se volvió a perfilar a la par de la cama. “¿No lo ves?" Dijo el esposo. "Allí está, nos está viendo".  Por más que ella trató de aguzar la vista no encontró nada fuera de lo común. A las pocas semanas la pareja se fue, el esposo se estaba volviendo loco por no dormir y ver esa sombra todas las noches cuando apagaban la luz.

Una noche estaba profundamente dormido, Me despertó un estruendo, cosas que caían y se golpeaban. Me levanté dando saltos y gritos, corrí a encender la luz.

Nada. 

Marisa me dijo que probablemente había sido un tacuazín que había caído en el techo de lámina.

Otra madrugada escuché ruidos algo más sutiles, como algo que se arrastraba. Al entreabrir los ojos vi con horror cómo la tele que estaba en el mueble inclinaba dar con la pantalla en el suelo, era una tele de las viejas, grande y pesada, al estrellarse la pantalla reventó y salieron chispas, los dos saltamos de la cama esta vez para ver el aparato hecho pedazos en el suelo.

A pesar de eso, mi atracción por esa mujer era intensa. Empezamos a tener pleitos: que si su hábito de fumar, que si otro hombre la miraba por la calle, que si salía con sus amigas. Me daban unos celos terribles. Peleábamos, llegábamos a los gritos, nos mentábamos la madre y luego nos reconciliabamos en la cama. Las noches seguían siendo fogosas, pero me estaban pasando factura. Ahora me veía más flaco, pálido, ojeroso. Una tarde iba cabeceando en el bus que me transportaba de regreso a la casa. Un tipo a quien nunca había visto en mi vida se me acercó, me dijo “Disculpá, no me vas a creer, pero yo puedo ver cosas que otros no. A vos te hicieron algo, te dieron algo en la comida, hasta rico lo sentiste".

 

El descubrimiento que me hizo abrir los ojos ocurrió una tarde de domingo que Marisa salió a hacer unos mandados, me quedé solo en la casa y me puse a curiosear por ahí. En una esquina de la sala había un canasto de mimbre de unos cuarenta centímetros de alto, me acerqué y levanté la tapa, me encontré con un montón de candelas de varios colores, en su mayoría negras. También encontré varios puros. Las candelas tenían la mecha quemada, los puros a medio fumar. En medio de todo eso había un papel doblado, levanté el papel y estaba escrita con lapicero y letra muy clara la oración del puro. No mencionaba nombres, solo las partes entre paréntesis (inserte el nombre del pedido) cuando tocara mencionarlo. Sentí que la sangre se me iba a los pies y mi cabeza daba vueltas. Cuando Marisa llegó a la casa le mostré el canasto y le pregunté qué significaba eso. Ella trató de restarle importancia, me dijo que no le pusiera atención, que eran locuras de su hermana, pero no pude quedarme tranquilo, le dije que no me gustaban esas cosas, hubo reclamos, gritos, amenazas. Ella insinuó que incluso podría estar embarazada, yo estaba furioso, antes de salir con un portazo la escuché diciendo "¡Si cruzas esa puerta ni se te ocurra regresar!"

Pasaron unos días, yo pensaba en ella pero estaba decidido a no volver. Una noche como a las diez me llamó al celular, no le contesté volvió a sonar, la ignoré. Fue tanta la insistencia que me ganó la curiosidad y contesté

Estaba llorando, se notaba el temblor en su voz, "Marco, por favor ayudame, no se que hacer".

- ¿Qué pasó?

- Allí está, el sombrerón, el duende, el sisimite se asoma por los espejos, veo su cara horrenda bajo el sombrero en la esquina y se esconde, está rondando por la casa. Estoy sola, tengo miedo, por favor ayudame.

Me ganó el pánico, colgué, bloqueé su número y me hice el firme propósito de no pasar por los alrededores.

Han pasado los años, me mudé, hice mi vida y me olvidé de ese episodio hasta hace poco que por azares del destino regresé a la colonia en tiempo de feria. El ruido, las luces y aromas eran los mismos, la gente pasaba alegre ignorando que a solo una cuadra de la iglesia y el parque hay una casa dedicada al sombrerón que sigue allí igual que hace setenta años, cuya guitarra en la fachada ya forma parte del paisaje.