LA ESPERANZA

 II

Los jueves y domingos eran días de partido. Toda vez se juntaran al menos diez para hacer equipos de cuatro más un portero. Para darle un toque de formalidad hacían los tiempos de treinta minutos. La opción del mediodía era generalmente desechada primeramente por el calor sofocante y su consecuencia inmediata: el sueño. En cambio, el fresco de la noche era ideal para correr tras la pelota, aunque de cualquier manera terminaran empapados de sudor no se deshidrataban tanto como lo habrían hecho bajo el sol. Todos se conocían de toda la vida; desde Fito Martínez, quien vivía en un ranchito de madera casi en el borde del pueblo, cerca de la quebrada, hasta Oscar Cuéllar, el hijo de los dueños de las Delicias, quien dejaba su pickup estacionado a la orilla de la cancha con el radio disparando música de banda a todo volumen para amenizar. No era raro que llegara Chus Pellizco a ver los partidos y a estirar la mano con su “please, four five” o peor, la Virginia, la otra loca del pueblo. Todos tenían algún sentimiento en contra de la Virginia, el que menos, respeto, el que más, pavor de que le diera una somatada si lo agarraba de malas. Por lo general cuando llegaba la Virginia todos se quedaban callados, cualquier grito o palabra podía ser vista como una amenaza.


Edgar se preguntaba si la pastelería en realidad daría lo suficiente para que los Cuéllar se dieran esa vida. Es cierto que a diario vendían bastante y que los pasteles eran cotizados en el área, pero sentía que algo no cuadraba. A veces las malas lenguas hablaban de que no era posible que ellos hubieran progresado tanto solo con la pastelería, pero para Edgar esos eran puros chismes de viejas envidiosas.


Una mañana, don Mundo iba caminando por el pueblo y se encontró con algo interesante. En la vitrina del único café internet del municipio exhibían fotos restauradas. Un rótulo prometía devolver fotos antiguas a su estado original, el cliente podía elegir entre blanco y negro, tonos sepia o coloreadas. Pagando el precio correspondiente por supuesto. Irónicamente la mayoría de solicitudes eran para eliminar personas indeseadas. El viejo tenía un retrato con su padre, Eduardo, papa Guayo de cariño, vestido  bien elegante con traje de levita sosteniendo a un Edmundo de alrededor de un año, con un vestido bordado y gorrito. Dicha reliquia había permanecido guardada celosamente, pero la polilla y una mancha marrón atravesando la imagen en diagonal,  que no sabría decir si eran los químicos descomponiéndose o algún accidente con café, amenazaban su existencia. Don Mundo dudó por algunas semanas hasta que al fin se decidió y la llevó, le pidieron un anticipo y que esperara unos tres días. Esperó un par de días más por aquello de las dudas y le dijo a Edgar que fuera por ella.


Iba ya de regreso, parado en la esquina metido en sus pensamientos, a lo lejos escuchó una música a alto volumen pero no le puso mucho coco, pero el frenazo y la bocina lo volvieron a la realidad casi de un brinco. Era Cuéllar.


-¿Qué onda, qué hacés?


- Nada, un mandado nomás


- Subite, vamos a dar una vuelta.


Con la confianza de un familiar lejano, Edgar se subió al pickup, Oscar aceleró y giró en la esquina. La casa de Edgar no estaba tan lejos, parecía que darían una vuelta por el pueblo para hacer un poco de tiempo,  le bajó el volumen al radio para poder conversar.


- Mira pues, nos juntamos para jugar fut y hablar muladas pero tenemos rato de no platicar, no te jode, ¿cómo está tu mamá, tu abuelo?


- Pues pasándola vos, sobreviviendo como se puede.


- Ya no sacaste carrera verdad, pero les estás ayudando con la tienda.


- Sí vos, ahí vamos, hay que ver qué se hace.


- Me acuerdo cuando llegaba con doña Amanda de patojo a comprarle vos, que ricos los helados, ¡los de coco jajay!


- Son buenos, cuando querrás te invito.


- Pero vos no sos tonto, me acuerdo que sos bueno para las cuentas, nunca te equivocadas con los vueltos ni nada de eso. ¿Qué te pasó, vas a seguir con la tienda cuando ya no estén tus viejos? – Dijo Oscar ya en un tono algo más serio.


- Las patojas, las salidas con los cuates, no sé, ya no me dio la cabeza, aunque te digo, sí me gustaría hacer otra cosa tal vez, otro tipo de negocio, aprender a hacer otra cosa, incluso,  – Edgar tosió y se aclaró la garganta nervioso – estaba pensando pedirte trabajo de repente.


- ¿Ah sí? - Se estaban acercando a la casa de Edgar, Oscar se quedó pensando unos segundos viendo al frente. – Va, hagamos esto: tengo que hacer unos negocios y de repente me buscás la próxima semana, pero en serio; acordate que te conozco desde hace tiempo, sos mi cuate y te tengo confianza, ya veremos qué podemos hacer.


Edgar se despidió con una sensación de esperanza y de quitarse un peso de encima. Entró a la casa con una sonrisa y le entregó el sobre a don Mundo. Doña Amanda se acercó también para ver. No solo habían escaneado la foto con alta resolución, hicieron una ampliación de ocho por diez pulgadas, el traje de papa Guayo había sido prácticamente reconstruido, le agregaron color, camisa blanca, saco negro y una corbata de cinta. El vestido del joven Edmundo de color celeste, todo con solo un poco de difuminado para mantener la sensación de antigüedad.


Don Edmundo estaba maravillado. “No, si mi tata era elegante, bien parecido, mirá nada más ese bigotón y esos ojazos azules. Cuando nos asentamos acá en San Miguel era persona importante.” Y dirigiéndose a Edgar, en un tono más de reprimenda “Mirá vos patojo, te hubieras puesto las pilas y podrías haber aprendido a hacer esto, te aseguro que ésta gente está haciendo billete, pero te ganó la pereza”.


Edgar se sintió algo mosqueado, pero se sentía muy bien como para discutir. Tenía una oferta, aunque no quería decir nada hasta que el trato con Oscar se hubiera concretado. Don Mundo se fue a su cuarto a buscar entre sus cachivaches algún marco para poner la foto y colgarla en algún lugar prominente en la sala.


Doña Amanda reía y le habló en tono confidencial a Edgar. “Ay mi papá ya tiene nublada la memoria. Yo recuerdo a papa Guayo pero no tenía nada de elegante. Ese traje fue el único que le conocí en toda su vida y se lo ponía para cualquier boda, bautizo o lo que fuera de celebración importante. De allí pasó toda su vida con ropa de arriero y oliendo a caca de vaca.”  Pero tampoco quiso desaprovechar la oportunidad de tirarle su pedrada. “Ahí ve vos si querés terminar así también, a como va la cosa en lugar de progresar vamos para atrás”.


Edgar se tragó cualquier posible respuesta. Ya vería qué le podían ofrecer, tal vez un puesto de aprendiz, algo que lo sacara de la rutina, que pudiera servirle a futuro.


Edgar sinceramente pensó que la oferta de Oscar era para trabajar en la pastelería.